Hoy quiero tomar nuevamente el antídoto para curar la mala memoria: escribir; no lo hacía desde la muerte de mi madre.
Y remoto la pluma, retado por un amigo, para rendir un homenaje a mi tutor, maestro, amigo y compadre. Sí, en ese orden tuve el honor de ir develando lo que en su gran corazón tenía Pedro. Corazón que sólo a pocos días de dejarnos empezó a dar señales de debilidad. Sí, una enfermedad silenciosa, que tanto él como su familia, amigos y conocidos ignoraban. De eso hombre risueño, cariñoso y de voz pausada, recibí una llamada unos días atrás contándome que iba a ser intervenido del corazón, que era una operación de alto riesgo. Lo noté tranquilo pero en su tono de voz se sentía lo sorprendido que estaba. Pero aún viviendo este difícil momento se tomó el tiempo para planificar y dejar las cosas en orden. Convirtió la habitación de la clínica en su oficina trabajo. Siempre previsivo, o precavido. Ese era Pedro Álvarez.
Nació con el sentido del deber incrustado entre pecho y espalda. Pero lo más interesante es que tenía la habilidad de trocar el deber, el trabajar, en el gozo que daba sentido a sus días. Disfrutaba lo que hacía, y lograba trasmitirlo a quienes tuvimos el gusto de ser sus discípulos o contertulios.
Lo conocí iniciando este siglo en un cubículo universitario. Retomaba los estudios de mi segunda carrera, me lo asignaron como tutor. Sólo bastaron una pocas palabras para descubrir que aunque nacimos en culturas distintas la vida nos había llevando por caminos similares. Esto nos permitió con gran facilidad tejer nuestras vidas hasta crear lazos de familia. Era un hombre práctico, de él recibí el mejor consejo de ese momento. Abandonar ese idilio de una doble titulación y emprender o subir un peldaño: invierta ese recurso en una especialización o maestría. Y así lo hice. Ese era Pedro, un hombre pragmático.
Un ser humano de tantos quilates como Pedro, era fácil confundirlo con las personas del común por su sencillez. Pero una vez lo tratabas e intercambiabas un par de ideas, descubrías lo que la sencillez protege en una persona, su gran humanidad y profundidad espiritual.
Escribo esta palabras, para que el tiempo no me arrebate su imagen tal como lo recuerdo hoy. Podría destacar la pasión con la que desarrollaba su oficio. Al que él llamaba vocación, porque así lo sentía: nada lo hacía más feliz que este santo oficio al que Dios lo llamó. Y soy testigo de su entrega sin medida, de sus largar horas preparando, revisando, corrigiendo, escribiendo y haciendo gala de su particular forma de "enganchar" a sus discípulos en el difícil arte de aprender.
Por esas afinidades de nuestras vidas pretéritas, terminamos pasando de esa relación maestro-discípulo a considerarnos amigos. Y ahora que lo pienso, así debería sucedernos a todos los que practicamos el arte de educar; la mejor muestra de que logramos tocar el corazón de nuestros alumnos es si al final del proceso traspasamos esa línea de lo formal y terminamos viendo y recordando a esos discípulos que Dios nos dio como amigos del camino. En nuestro caso, fue un paso sin sobresaltos y tan sutil que no lo recuerdo. Sólo sé que en poco tiempo dejé de verlo y sentirlo como mi maestro y empecé a considerarlo mi amigo. Compartimos la afición por la bicicleta, la buena lectura y el diálogo franco de cualquier tema. Pasábamos con tanta facilidad de comentar un libro, la coyuntura política, el contexto educativo o las anécdotas de nuestra práctica educativa que nuestras esposas disfrutaban a nuestras despensas por momentos hablando con nosotros pero la mayor parte hablando de nosotros.
Terminamos compartiendo la intimidad de nuestras vidas familiares. Y como buen costeño, y siguiendo los versos de un conocido vallenato le dije "compadre quiero que usted me bautice un hijo". Y desde ese momento se formalizó nuestra unión familiar.
La vida nos pone la trampa de las ocupaciones, y estas postergan los encuentros con los amigos y la familia. Con Pedro nos pasaba muy a menudo. Por eso cuando nos citaban a las asambleas docentes casi siempre aprovechábamos el momento para el encuentro. Y a pocos minutos de estar conversando de preguntarnos por nuestras familias, continuamos las conversaciones donde la habíamos dejado la última vez. Nunca supe cómo funcionaba. Pero hoy creo que esa es la magia de la amistad. Con un amigo los temas, las conversaciones nunca tienen un punto final, todo diálogo queda inconcluso hasta el próximo encuentro.